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A las 6 y pico

Textos Anónimos

Soy malo

Soy un escritor malo...
(Ya estamos)
A ver, no es que sea un escritor malvado... Vuelvo a comenzar: Soy un mal escritor...
(El título, eso es lo que despista, claro... mecachis)
En fin, que soy un mal escritor. Diría aún más, diría que soy pésimo, pero no lo digo por caridad. Por autocaridad, que no tiene nada que ver con los autocares... creo. En fin, por eso digo que no digo lo que no digo, por pura caridad hacia mí mismo...

Yo quería escribir esto en forma de poema, pero trato de rimar y oigan, ni en asonante. O voy y rimo perro con berro, muy bien, pero luego no sé qué hacer con el berro (no me emocionan especialmente los berros, ni los perros, a decir verdad, pero al menos perros pueden dar más juego, no sé, morder a alguien, o no tener rabo porque Ramón Ramírez se lo ha cortado). Por otra parte, si me pongo a contar sílabas me mareo. No es coña. Lo juro, una vez intenté un soneto y acabé en urgencias. Y, por supuesto, si me da por el verso libre, como he hecho en ciertas ocasiones, me dirán que qué necesidad tengo de mutilar de esa manera a mi prosa, si ya es bastante mala sin ese castigo. (No dejan de tener razón) En fin, que mi poema lírico “Soy malo”...
(Pero qué mal título, leñe)
...que eso, que mi poema jamás podrá ser. Si fuera mejor escritor... Pero para qué pensar en eso: soy malo y no hay que darle más vueltas. Yo sé que soy mal escritor, mis amigos y mi familia también lo saben. Ellos son buenos (no digo buenos escritores, que alguno lo será, seguramente, sino que son buenos conmigo, o dicho de otra forma son, respectivamente, buenos amigos y buenos familiares). En fin, son buena gente y tratan de no animarme demasiado en mi carrera de mal escritor, incluso intentan desanimarme un poquito (es por mi bien, lo sé), pero al mismo tiempo procuran evitar (y ya es mérito) herir mi orgullo. Me dicen cosas cómo: bueno, sí, no está mal, muy bonito, y oye, dime, ¿ya encontraste trabajo? Y yo pregunto si esto de escribir no es trabajo, y se quedan un poco cortados y me dicen que bueno... que sí... pero... Y la verdad es que comprendo perfectamente, y acabo confesando que no, que aún no encontré trabajo, pero esa es otra historia (ahora sólo quiero hablar de mis fracasos como escritor). La cuestión es que cuando me dicen bueno, sí, no está mal, muy bonito, y oye, dime, ¿ya encontraste trabajo?, yo sé que están pensando por qué me torturas haciéndome leer estos bodrios infumables, qué te habré hecho yo, pero como son buena gente no lo dicen. Todo un detalle. De todas formas, de poco sirven los disimulos, yo sé que soy mal escritor, y desde que lo sé nada podría dañar un orgullo del que carezco. Yo soy ese hortera que escribe cosas que a nadie le interesan, como por ejemplo poemas (sin rima o mal rimados) de amor (es decir, cursis) a la novia...
(Bueno, en realidad suelo ser ese hortera que escribe poemas de amor por si acaso se echa novia, cosa poco probable porque ¿quién querría compartir su vida con un escritor tan deficiente? Pero bueno, tampoco se crean, que no todas se dan cuenta de que soy un mal escritor a simple vista, y feo no soy, aunque tampoco guapo, y la falta de orgullo es un punto, así que llegué a dedicarle poemas a un par... recuerdo una preciosidad que se dedicaba a hacer críticas literarias, claro, en cuanto le escribí el primer poema me dejó y lo peor es que tengo que reconocer que fue una decisión acertada, pues el poema era ofensivo de tan malo, pero me estoy enrollando y esa es otra historia...)

Sí, tengo bastante asumida mi condición de mal escritor, aunque mis amigos y mi familia, tan amables siempre, quieran animarme haciéndome creer que sólo soy mediocre. Pero no, soy malo malo, ya lo están comprobando ustedes. Y quizá no sea tan malo esto de ser mal escritor, porque así uno evita que se le suba a la cabeza aquello de ser un buen escritor.
Sí, sí, todo hay que decirlo, muchos buenos escritores (si me atreviera a decir que la mayoría, diría incluso que la mayoría, ea) acaban siendo unos petulantes. Después de unos cuantos libros maravillosos, frescos, originales, estupendos y que hacen las delicias de los lectores más exigentes, van y se arrancan con algún mamotreto incomprensible. Y claro, lo peor viene cuando uno dice que estaban mejor las obras anteriores, porque entonces es cuando los excelsos literatos (qué bien que me ha quedado eso de excelsos literatos, seguro que hay más de uno mordiéndose las uñas y pensando, ostras, soy un excelso literato, qué rabia, con lo mal que suena...) digo que los excelsos literatos entonces se lamentan amargamente de los lectores tan deficientes que tienen, de lo incapaces que son de comprender sus auténticas profundidades que se reflejan, naturalmente, en aquella que llaman con cierta afectación su obra de madurez, y no en esos otros libros anteriores, tan “convencionales”. Claro, son unos incomprendidos, y entonces se ponen a escribir como locos ensayos de crítica, donde dan a entender:
Que saber apreciar ciertas obras literarias no tiene tanto que ver con el gusto como con la capacidad intelectual del lector.
Que ellos mismos son las personas idóneas para juzgar no sólo las obras literarias (que eso por supuesto, para algo son excelsos literatos, mira que me ha gustado eso de los excelsos literatos), sino también para juzgar a los que osan entrar en su terreno y juzgar obras literarias.
Que son unos genios incomprendidos.
(Y quizá, en un arranque de generosidad, pueden también dar a entender que algún otro escritor es un genio incomprendido, suele ser un amigo).
En fin, que acaban siendo unos insoportables, los buenos escritores...
Visto así, no es tan malo ser malo. De hecho, también tiene sus satisfacciones, como saber que algún día los malos escritores saldremos de las cloacas (y entonces sí seremos malos de verdad, malos de malvados con los cuchillos relucientes y amenazadores en nuestras manos) para cortarles los testículos a todos los escritores buenos (y ya se nos ocurriría algo para las buenas escritoras), y después volveremos a las sombras, a revolcarnos en la inmundicia, el ripio, la cursilería, el error y la obviedad... ¡Y lo a gusto que nos habremos quedado!

En fin, yo sigo adelante con mis afanes de mal escritor, porque sí, porque me da la gana, porque escribir es mi vida y esto sólo sé expresarlo con un tópico como “escribir es mi vida”, porque, en fin, es mi destino ser un escritor malo. Y que se anden con ojo los buenos, que ya le estoy sacando brillo a mi puñal...

(Toma final efectista, si es que soy un primor de escritor malo...)

El Maletilla

Como todos los días de corrida, llegó a la plaza una hora antes del comienzo del festejo. Entró en el patio de caballos tras regatear un poco con el portero para que le dejara colarse. No tenía dinero, y a costa de prometerle unos favores y encargos, éste le franqueaba la puerta. Eran amigos, y gracias a él podía ver todas las corridas.

Le gustaba llegar con antelación a fin de observar con detalle todos los preparativos. Tenía mucho encanto, mucho sabor. Casi mas que lo que luego sucedía en el ruedo. Los caballos de picar, gordos, tristes, resignados, eran pesados y montados por los monosabios para ponerles a punto. Con sus casaquillas de desteñido bermellón miraban orgullosos y un tanto despectivos a cuantos curiosos les observaban, pues por un momento eran protagonistas. Se creían importantes. Estrellas. Luego, sobre la arena, se limitarían a golpear al caballo para que no huyese, levantar al picador de sus aparatosas costaladas y blasfemar de miedo.

Mas tarde llegaban las cuadrillas. Primero lo hacían los banderilleros, con sus apagados ternos de azabache, de plata, de nieve. Bregados. Curtidos. Fuertes. Y pese a su papel secundario, sentía admiración por ellos. Más tarde los picadores, voluminosos, enormes, pesados, torpes, como tanques andantes. Con el castoreño en la mano, que luego les protegería la cabeza cuando fueran derribados por la fiera acometida del toro. Finalmente, en medio de gran expectación, hacían su aparición los jefes de las cuadrillas. Jóvenes. Relucientes en sus ternos brillantes, de oro resplandeciente, de seda delicada y suave. Admirados, palmoteados, idolatrados. Con una siempre nerviosa sonrisa en sus pálidos rostros.

Les miraba detenidamente, con atención. Les envidiaba. Eran como semidioses para él, quizá porque, al igual que otros muchos, él también tenía la ilusión de ser torero. Soñaba con verse embutido en tan brillantes trajes, con ver su nombre anunciado en grandes letras en los policromados carteles, con verse rodeado de admiradores que acariciasen con respeto y miedo las lentejuelas de su chaquetilla, los bordados de la taleguilla, y que estrechasen su mano recorridos por un gozoso escalofrío.

Nunca se había puesto delante de un toro, esa era la verdad. A lo sumo había corrido algún encierro en un pueblo perdido, y delante, muy delante de donde verdaderamente venían los toros. Y pese a ello, sentía el toreo. Lo vivía. Le sacudía por dentro. Y así, en infinidad de ocasiones, provisto de escoba por tizona y toalla por pañosa, había hecho grandes faenas a monumentales y figurados bovinos de imponente trapío, casta y seriedad, tras haber brindado su muerte a la mujer amada, y, jugándose la vida con gallardía y majestad, tumbar al toro de una colosal estocada. Sin embargo, fuera de esto, nada había hecho por ser torero. Sólo soñaba.

Hoy, sin embargo, el tantas veces visitado patio de caballos presentaba una nueva imagen, totalmente desconocida para él. Estaba transfigurado, distinto de las otras ocasiones. Se encontró en él sin haber tenido que regatear con el portero. Las herrumbrosas puertas se le habían abierto incluso con cierta solemnidad. Y la gente le dirigía curiosas miradas, y le palmeaban la espalda, y le saludaban, y le felicitaban.

Miró hacia abajo. La cara le cambió de color. Se quedó perplejo y sorprendido. Estaba vestido de luces. Un precioso terno grana y oro, el de los valientes, recubría su cuerpo. Se sobresaltó, porque de repente, sin saber cómo, se encontraba en la situación que tanto había soñado, por la que tanto había suspirado. Se sentía enormemente confuso.

Vio a sus compañeros, dos conocidos matadores, a quienes admiraba. Esta tarde ya no les aplaudiría desde el tendido, sino que, en paridad con ellos, trataría de superarles, de quedar mejor, de ganarles la partida. Estaba anonadado. El miedo a la responsabilidad comenzaba a invadirle. Y comenzó a asustarse.

Ahora comprendía muchas cosas que antes se le pasaban por alto. Lo fácil que es gritar a un torero, insultarle, llamarle cobarde mientras se juega la vida en cada muletazo, mientras se está cómodamente sentado en una naya. Pensó por un momento en la provisionalidad que rodea la vida de los toreros. La fama, el dinero, la gloria, el amor, todo puede desaparecer en un instante fatal de la corrida, en ese segundo temido y eterno.

Sentía su miedo cada vez en mayor grado. Miedo al toro y a sus dos astas. Miedo a la muerte que ahora percibía muy junto a él, acompañándole, invitándole coqueta y seductora. Miedo a la responsabilidad. Miedo al público. Miedo al ridículo. Miedo a la masa vociferante y enfervorizada. Miedo a su gente. Miedo a sus amigos. Miedo, miedo, miedo.

Se refugió en la capilla. Lo necesitaba. Se sentía solo y desamparado, tremendamente desamparado. Rezó con un fervor que nunca había tenido. Al acabar, se sintió reconfortado y protegido. Incluso se sentía mas tranquilo, Y ya faltaba poco para el paseíllo.

Se lió torpemente el capote de paseo. Las manos apenas si le respondían. Le temblaban. Con la montera en la mano se dirigió con arrepentida decisión al portón de cuadrillas. Una luz, brillante y amarilla, procedente del albero, le deslumbró e hizo que su brillante traje cobrase un cegador resplandor.

Pese a que las piernas se le doblaban, avanzó hasta salir a la arena y colocarse entre sus compañeros. El sol, poderoso, soberano, era el señor del claro y diáfano cielo y con fuerza clavaba sus rayos sobre su rostro, cegándole y sin apenas dejarle ver. A sus oídos llegaba el murmullo de la gente, asustante, ensordecedor. Como una jauría humana. Sintió sobre su cuerpo el peso de diez mil pares de ojos que le miraban inquisidoramente, escrutándole, traspasándole. Ojos ávidos de emoción, de lucha y de muerte. Ojos que esperaban su fracaso para lanzarse sobre él. Se sintió muy débil. Se azoró.

Los alguacilillos ya habían efectuado el despeje de la plaza y se encontraban delante de los toreros, encabezando el paseíllo. Un pasodoble, alegre y marchoso resonaba en el aire cálido de la veraniega tarde. Descompuesto, atenazado por los nervios, histérico, se quedó clavado en la arena. Veía avanzar a los otros espadas, pero no era capaz de seguirles. No podía moverse. Su cuadrilla le empujaba pero cualquier esfuerzo era baldío. Oía las ofensivas palabras que desde los muy cercanos tendidos le dirigían, las risas crueles, las burlas sarcásticas, los insultos. Le dolía todo, y tenía la cabeza a punto de estallar. Y no sabía como huir de allí. Hubiera querido desaparecer, que la tierra se lo tragase, salir corriendo, perderse de vista, pero seguía plantado, ridículamente firme, soportando estoicamente su vergüenza y su humillación.

De repente rompió a llorar. Las lágrimas le empañaban los ojos y todo lo veía borroso, cada ves más borroso y difuso, hasta que ya no vio nada...

...Se incorporó bruscamente. El sudor bañaba su cuerpo, y tenía la boca seca y ardiendo. Estaba excitado. Abrió los ojos y vio su habitación sumida en la penumbra. Sobre la silla no estaba el traje de luces, sino la chaquetilla del pijama. Estaba en su casa. Suspiró aliviado. Todo había sido una pesadilla.

Y entonces comenzó de nuevo a pensar en grandes faenas, en ovaciones y aclamaciones, en pasear dos palpitantes todavía orejas de toro dando triunfales vueltas al ruedo.

Ayyyyyyy paioooooo, dame un votoooo

Aquí os vuelvo a dejar un link para que sigáis votando por la causa.
Ganar no ganaremos, pero siempre es bueno superarse, ¿no?
Besémonos un poco, que nos lo merecemos.
http://www.20minutos.es/premios_20_blogs/listado/mejor_blog_autor_colectivo/A/
(Creo que no hará falta que diga que se trata de votar a un tal "a_las_6").

El tomate

El tomate rojo rojo
en su mata,
en su mata de tomate,
que no mata de que te mata,
sino de tomate.
El tomate rojo rojo
es rojo
porque es tomate,
y no pepino,
ni lechuga,
ni otras verduras meramente verdes.

Es rojo porque es tomate
y es rojo porque es rojo
(rojo tomate).

Porque su rojez
es la rojez del tomate.

No la de la puesta de sol.

No la de la sangre.

No la de las banderas de los revolucionarios de ideología socialista.

No, sino la rojez del tomate.

Un color que podría llamarse
(acaso)
rojo tomate.

Porque los tomates son rojos rojos
y el tomate rojo rojo,
tan rojo él,
tan tomate,
tan pequeño
(es tomatito)

aún

está

verde.

Presente

(Escribo porque realmente te lo debo, y por escribir lo que tiene que ser escrito, no sólo por complacerte... También, por ver si soy capaz)

¡Cómo convencerte de que todo merece la pena!

En realidad, tú me diste el argumento, y es bueno.

Podemos lamentar lo que fue, o conjeturar lo que será. Podemos también pensar en lo que es.
Tienes razón: ya no es antes, porque es ahora. Antes sí, fue antes, y fueron todos esos errores que ya no tienen remedio. Antes era antes, y yo era yo... pero ahora soy yo. Y tú eras tú y siempre seguirás siendo tú, pero ahora eres tú y además de ser, estás, que es lo importante.

Ahora, en este preciso instante, te pienso, pienso que estás, y no quiero dejarte ir.

Uno mira hacia atrás y todo tiene aspecto de fantasma, mira hacia adelante, y todo tiene aspecto de fantasma.
Por favor... ¡instálame en el ahora!

Porque ahora sé lo que sé.
Ahora siento lo que siento.
Ahora soy lo que soy.
Y ahora, justo ahora, te necesito cerca.

Porque me robas la paz gris de las tardes de domingo, y me arrojas al torbellino de la vida que se renueva.
Porque soy de la familia de la piedra (y no de aquel mármol con el que está hecho el David de Miguel Ángel, sino más bien del granito más arisco) pero tu mirada me hace carne y me da forma humana.
Porque soy de la familia del pino y doy frutos duros y secos, pero tus palabras me sacan brotes más frescos, brotes de alegría y pena.
Porque soy el hombre más simple del mundo, ya lo sabes, tan simple que a veces parezco una ameba, pero quiero ser multicelular para gustarte.

Porque tu contacto me hace humano, porque me evolucionas, por eso te necesito.
Para tenerte ahora, y luego... ¡que sea lo que Dios quiera!

Mi amiga soñada

Para Nofret

Yo no sé si existe un Dios o fuerza sobrenatural que ayude a la gente buena. Si así fuera, me gustaría hablarle de una amiga soñada que sueña con vivir junto al mar. De una amiga de lejos a la que siento muy cercana...
Quisiera hablarle de una chica alegre y risueña, siempre dispuesta a reirse de sí misma y a pintar los malos momentos con la mejor de las caras. De alguien capaz de inundarte con su ingenio hasta hacerte reir con alegría, o de transmitirte su melancolía, hasta convertirla en tu propia melancolía.
Yo quisiera hablarle al Dios anhelado, de una amiga a la que ojalá pudiera yo enviar un trocito de mar, sólo para pedirle que la cuide.

Si te dieras la vuelta

Si te dieras la vuelta te darías cuenta de que yo aún te espero. Que te espero porque te siento y y porque siento que es imposible; deberías hacerlo posible, en la sombra de tus miedos, donde nacía aquella luz platónica que un día se tornó en ilusión cegadora.
Mas todavía habrá de quedar una chispa, por mínima que ésta sea, que te devuelva la mirada, para que tú puedas volverme a ver.
No, no me ves, pues son anónimo y anónimo soy porque no me ves.
Si te dieras la vuelta me harías sentir hermosa, me dedicarías la última prosa y te regocijarías en tu propia derrota. Aceptarías mi invitación al jardín de los sueños, donde jugaríamos hasta que decidieras dejarte deslumbrar por mis amaneceres.
Pero claro, tú no eres de los que se dan la vuelta.

No murió, él lo mató.

No es de mi estilo este relato, pero lo escribí, y por aquello de salirse de mis esquemas, va como anónimo. Apuesten quien es su autor/a.

Estaba muerto, delante de él, tendido a sus pies, ya no parecía tan arrogante, ya no le daba ningún miedo. Le seguía pareciendo un cerdo, aquel a quien veía en el suelo le seguía pareciendo el mismo cerdo de siempre. Seguía teniendo la misma expresión de cabrón en sus labios rajados y torcidos, la misma cicatriz en su cara de puerco.
Ya no sentía miedo, y sentía un especial placer en caminar por el charco de sangre que había sobre el asfalto de la carretera, y empezó a saltar y la sangre le salpicó hasta la cara.
Estaba allí tendido, panza arriba, con los ojos muy abiertos, muerto, y le seguía pareciendo la misma horrible bestia de siempre y no le tenía miedo y le escupió a la cara una y otra vez.
Odiaba esa enorme barriga del muerto, esa cara roja y gorda y le hubiera gustado saltar encima y que explotara y cada cacho fuera a un lado distinto.
¡Estás muerto, hijo de puta, estás muerto¡ ¡Ya no le harás nada a nadie más¡
Y una carcajada que parecía la de un loco, pero era la de la justicia hecha venganza se dejó oír en el viento.
El viento no era más que carne fofa llena de grasa que podía alimentar varios días a una manada de hienas hambrientas, era una carne podrida que los gusanos irían horadando y que se iría secando al sol, pudriéndose y hediendo.
Y vomitó sobre el muerto, no porque le diera asco, sino porque le resultó muy grato hacérselo, se rió al verle la ropa llena de comida regurgitada y la cara llena de espumarajos.
¡Levántate, hijo de perra, levántate y vuelve a humillarme, vuelve a romperle los dedos a los negros y cortarles la lengua¡ ¡Y ahora arde¡ ¡arde¡ ¡arde¡
Y un humo muy gris y espeso se elevó sobre la calzada.
¡Ya puedo morir en paz¡ Ya soy feliz. No importa lo que pase. Ya ese cerdo cabrón hijodeputa ha dejado de andar. Tenía que haberle cortado los cojones antes de matarle.
Y se fue despacio, sobre su cabeza se veía el humo ya sin llama y dejó un cacho de carbón sobre el asfalto, sin forma, sin nada.
Rosa, María, José, Antonio y mil jóvenes y niños habían sido vengados por fin, ya no temblarían al oír aquel vozarrón de negrero, ya no se esconderían en los rincones al ver su figura de cerdo gordo a través de los alambres de los barracones, ya no mataría a nadie mas, ya no torturaría a nadie, porque él lo había matado, y sin embargo, al matarle sólo pensó en lo que le había hecho a él, en aquella casa de madera, pero ahora estaba más feliz, porque sin nadie decírselo, en muchos sitios darían un abrazo y una medalla al hombre que mató a un cerdo.

Caida libre

Me precipito al vacío de unos ojos
y me dejo caer convertida en lágrima.
Ardiente la sal se desliza,
creando grietas, a través de tu cara
y por un momento
me convierto en el vendaval
que le da el giro a tu vida.

Sueño

Soñar que conmigo sueñas,
es sueño tan incitante,
que sueño que te despiertas
y que me miras amante